Mi cepillo Clifton (fotografía de Ana Díaz Satue)
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Pero todo lo anterior son conclusiones que sólo he podido escribir después de años trabajando la madera. Antes, sólo podía vislumbrar en una especie de nebulosa que, seguramente, algo maravilloso se me revelaría si me adentraba en lo que para mí era el nuevo mundo de la madera. En palabras de Jessica Mitford, “a marvelous idea flashed into my mind – one of those ideas to be cherished, polished, perfected until it can become a reality [una idea maravillosa penetró en mi mente, una de esas ideas para ser acariciada, pulida y perfeccionada hasta que pudiera convertirse en una realidad]”.
Si en el caso de Jessica
Mitford (Hons and rebels),
esa idea consistía en huir de su hogar familiar a los dieciocho
años, en los últimos años creía que, en mi caso, habría sido el
trabajo de la madera. En realidad, no estoy seguro de que sea exactamente
así, ya que, cuando era joven, siempre tuve muy claro que quería ser arquitecto. Quizá todos queremos ser varias cosas, como cuando los niños dicen que quieren ser futbolistas y también bomberos. La vocación
profesional, como todas las vocaciones, es seguramente una de las cosas más
difíciles de determinar, al menos para la mayoría de la gente. Es posible que en el
caso de artistas famosos, virtuosos por ejemplo, como Louis Amstrong
o Arthur Rubinstein, la trompeta o el piano formaran parte de sus
vidas desde muy temprano, que este tipo de grandes virtuosos de un instrumento comprendieran claramente desde pequeños la alegría y la
liberación frenéticas que la música les podía proporcionar (the
frenetic joy and release that music can bring).
Young
man with a horn, Warner Bros., Michael Curtiz, Rick Martin, Kirk
Douglas, 1950
si no recuerdo mal, hay
quien puede hacer varias cosas más o menos bien, hay quien sólo
puede hacer una bien de verdad, pero ni siquiera en esos casos nadie
nos puede asegurar cuál fue su vocación primera y real, si fue la
trompeta o el piano, o bien el jazz o la música de concierto, o el
arte, la música o la poesía, o quizá sólo la perfección, el
color o el timbre. En mi caso, prácticamente desconozco cuál fue mi
vocaciones original, y sin renunciar a mi formación de arquitecto,
actividad que me ha dado enormes satisfacciones y para la que me he
preparado durante largos años. En efecto, cuando alguien me
preguntaba durante los últimos años del bachillerato qué carrera iba a estudiar, respondía sin dudar que Arquitectura.
Sin embargo, fuera del
plano escolar, si es que puedo dejar aparte lo escolar habiendo
estudiado una carrera larga (6 años más el PFC) y un doctorado,
hace ya tiempo que caí en la cuenta de que resulta poco creíble que
en un entorno socioeconómico medio o medio-alto, los escolares
tengan necesariamente que sentir una vocación universitaria. Las
difíciles circunstancias que nos ha tocado vivir en estos últimos
años hayan puesto en cuestión el modelo de la universidad para
todos, pero en los años ochenta este parecía el ideal, y al que
normalmente todos aspiraban. Sin desdeñar las ventajas que una
educación superior aporta, he conocido poca gente que reconociera un
interés por el aprendizaje de su oficio, incluso a pesar de que
algunos oficios, por ejemplo el de yesero, se decía que podían
ganar más que un licenciado. Normalmente, muchas profesiones
artesanales se heredaban de los padres o de los abuelos.
Ahora, más bien creo que
uno sólo puede sentir vocación, en el sentido de algo que se lleva
dentro, casi de manera innata, o al menos un interés desde edad muy
temprana, por algo digamos más abstracto o global. En ese sentido,
tengo recuerdos claros de mi afición por la madera desde la
niñez, cuando observaba en la capilla del colegio donde estudié una
decoración realizada en madera que me parecía que estaba muy bien
ejecutada, y en efecto lo está, como he podido comprobar
recientemente. Por aquel entonces, creo que tenía entonces 10 ó 12
años, ansiaba hacer ese tipo de objetos, pero valoré
como poco práctica la idea de dedicar mis ahorros a la compra de
todo lo necesario para fabricar un escritorio, que incluía una tapa
batiente con bisagra oculta (una de las juntas más exigentes en el
oficio): maderas, herramientas, etc. Me acuerdo muy bien de que, en
aquel momento, tuve la conciencia clara de que dicho proyecto iba a
ser imposible de llevar a cabo con aquella edad y lo abandoné, me
gustaría pensar que lo dejé para más tarde y que después pude
hacerlo realidad. También recuerdo que, en aquel verano, un día
recibí una regañina de mi madre por no haber ido a la playa en un
espléndido día de sol, habiendo pasado la mañana comprando unas
herramientas, un formón, un cuchillo de marcar con los ahorros que
había reunido durante el día de mi cumpleaños.
Pero por circunstancias,
fue necesario que pasaran muchos años, un cuarto de siglo, para que,
a partir del año 2000, cuando terminé los estudios de doctorado,
aquella idea fuera recuperando su lugar en mi mente poco a poco.
Recuerdo con claridad la fascinación que ejerció sobre mí la
madera de castaño cuando construí, hace ahora diez años, mi propia
casa en Asturias. Un poco por casualidad, conocí entonces un
carpintero que estaba dispuesto a fabricar para mi casa puertas,
tarimas y ventanas de madera maciza a la manera tradicional, con
escuadrías generosas, que llegaban en el caso de la tarima hasta
piezas de 40 cm de anchura.
Javier Fronteriz estaba
acostumbrado a trabajar con esta madera, de la que se surtía en una
sierra cercana. Si no recuerdo mal, fue precisamente el dueño de la
sierra quien nos llevó a Javier. Durante las primeras fases de la
construcción de nuestra casa, tuve la impresión de que Javier hacía
gala de una gran experiencia, pero cuál fue mi sorpresa cuando me
reconoció que sólo llevaba dos años trabajando como carpintero.
Según me explicó, anteriormente había sido soldador, oficio que no
le agradaba, y por ello “se le metió en la cabeza comprar un torno
[para trabajar la madera]”. Parece ser que tuvo grandes dudas antes
de decidirse finalmente a comprarlo, ya que era una máquina cara.
–¿Cuánto costaba?– le pregunté, a lo que me respondió: –2
millones de pesetas–, dejándome completamente atónito.
Siendo como
soy profesor de universidad, tengo perfectamente claros los
beneficios de una educación superior; sin embargo, son muchas las
voces que claman en nuestro país contra la proliferación de títulos
universitarios, en detrimento o quizá sin ninguna relación con los
oficios, en franca decadencia desde hace ya bastantes años. Otra
razón de este desapego por los oficios tradicionales es la búsqueda
de una comodidad, cuestión que me explicó perfectamente mi amigo
Luciano Labajos, que es jardinero de profesión: son muchos los que, en lugar de un trabajo físico
extenuante, prefieren la comodidad del trabajo de oficina. No dudo de
que esto ocurriría también si hubiera trabajado, a estas alturas de
mi vida, quizá ya veinticinco años en un trabajo que, como dice
Krenov, tiene su parte pesada y esforzada. Como él dice, la gente se
imagina que esto es maravilloso, pero se refieren a la parte delicada
del trabajo, y no piensan en las horas que se pasan acarreando
pesadas piezas de madera de aquí para allá, o en el tiempo que hace
falta pasar entre espesas nubes de polvo y serrín mientras las
piezas van adquiriendo su forma definitiva.
Pero Lorenzo me dijo que
“nuestro trabajo es muy bonito, porque es muy completo”. Y cuanto
más difícil, más le gusta.
Pero en aras de la
verdad, hay que decirlo todo. No hay duda de que el trabajo físico,
traspasados ciertos límites, puede llegar a ser perjudicial para el
organismo. Sin embargo, la extensión de la informática a todos los
ámbitos profesionales, ha hecho que para toda actividad profesional
sea necesario “el ordenador”, incluso para escribir este texto.
El desarrollo fulgurante de la informática, que he vivido desde que
en 1993 utilicé por primera vez el ordenador para mi trabajo, poco a
poco ha ido desplazando primero las reglas, los lápices, e incluso
últimamente el papel. Antes, aunque no se tratara de una actividad
estrictamente física, al menos escribíamos o dibujábamos a mano
sobre papel; hoy, apenas movemos las manos. Esta desconexión
absoluta entre la actividad física y la intelectual, de la que creo
reconocer signos más que claros en los últimos cinco o diez años,
me hacía sentir desgraciado cada vez que enchufaba mi ordenador en
este tiempo, pensaba si no sería posible una actividad que supusiera
un beneficio físico a mi organismo, que no fuera, como se suele
decir, tan sedentaria como la vida que normalmente llevamos.
No sé muy bien por qué,
tenía claro que esa actividad podía ser la carpintería, aunque no
tenía una idea muy clara de la misma. Ni siquiera sabía para qué sirven las diversas herramientas, de las cuales
desconocía sus nombres e incluso su mera existencia: serruchos,
cepillos, formones; otras, ni siquiera: gramil, guillame, etc. Un
mundo nuevo se abrió ante mis ojos cuando un verano cayó en mis manos el catálogo
de Comercial Pazos. Puede decirse que devoré aquel catálogo, en el
que aprendí las diferentes familias de herramientas necesarias para
trabajar la madera. Tuve también una conciencia clara de que en el
oficio de ebanista había herramientas mediocres y excelentes, y que
no valía la pena comprar las malas para un oficio que claramente
intuía encerraba unas grandes dosis de perfección.
Así que a la vuelta de aquel verano de hace diez años, después de repasar algunos catálogos un poco aquí y allá, compré por correo mi primera herramienta, que fue un cepillo del número 4 ½ de la marca inglesa Clifton, fabricado en Sheffield. Aquella herramienta me llegó perfectamente envuelta en su caja, sin que tuviera la más mínima idea de que cómo se utilizaba ni siquiera de cómo se desmontaba o cómo se afilaba su cuchilla. En el papel decía que si uno no resistía la tentación de desmontarla, cosa que me extrañó … Tenía algunos trozos de madera para probarla, y aunque con mucha torpeza e inseguridad aún, su gran masa hizo que pronto descubriera cómo sacar algunas virutas con ese cepillo.
Así que a la vuelta de aquel verano de hace diez años, después de repasar algunos catálogos un poco aquí y allá, compré por correo mi primera herramienta, que fue un cepillo del número 4 ½ de la marca inglesa Clifton, fabricado en Sheffield. Aquella herramienta me llegó perfectamente envuelta en su caja, sin que tuviera la más mínima idea de que cómo se utilizaba ni siquiera de cómo se desmontaba o cómo se afilaba su cuchilla. En el papel decía que si uno no resistía la tentación de desmontarla, cosa que me extrañó … Tenía algunos trozos de madera para probarla, y aunque con mucha torpeza e inseguridad aún, su gran masa hizo que pronto descubriera cómo sacar algunas virutas con ese cepillo.
Una cosa lleva a la otra
y pronto tuve una media docena de herramientas, creo recordar que
durante el primer año sólo tuve esto:
-una escuadra pequeña y
otra grande
-el cepillo 4 ½ Clifton
antes referido
-dos sargentos
-una sierra pequeña
japonesa con su guía para cortar a escuadra
Y nada más.
Al principio, cepillaba pequeñas piezas de madera que conseguía
aquí y allá sobre la repisa de mármol de un radiador. Al año
siguiente, compré un banco de carpintero pequeño ULMIA, de apenas
40 kg., realmente muy económico, que he utilizado hasta hace dos
años, y que me sirvió incluso para construir mi propio banco, que
pesa nada menos que 125 kg.
Primero sin banco y
después con él, con estas herramientas y algunas maderas que
conseguí aquí y allá, intenté rectificar algunas piezas. Al
principio, puesto que contaba con un buen cepillo, no me pareció
demasiado difícil rectificar las caras anchas y los bordes, pero
tuve la impresión clara de que era muy difícil trabajar las testas,
lo que provocó en mí una gran frustración, pensando que algo hacía
rematadamente mal o incluso que no servía para ese oficio. Pero,
aunque sin ser capaz de trabajar las testas, uno y otro día volvía
con pasión a mi cepillo, consiguiendo a veces mejores resultados.
Aprendí entonces que en
este oficio, enseñanza que servirá seguramente para otros oficios,
lo que uno no es capaz de hacer ahora, se aprende poco a poco, a
veces de improviso, pasado un tiempo. Por ello, es fundamental
guardar la calma, ya que este es un oficio en el que, como se suele
decir, cabe la posibilidad de que uno arruine en pocos minutos el
trabajo anterior que le ha ocupado de semanas.
En cuanto a la madera, al
principio, trabajé sobre todo con retales de castaño que había
guardado procedentes de la obra de la casa de Asturias. Me pareció
una madera bastante fácil de trabajar, pero, para mi desgracia creo,
en parte destruyó enseguida la idea de madera excelente que de
manera errónea me había forjado en Asturias. En efecto, el castaño
es, sin duda, una madera muy adecuada para tarimas, contraventanas y
otras piezas de madera preferentemente no estructurales de la casa,
pero en muebles su veta resulta algo tosca, a no ser que se trate de
piezas que provengan de árboles muy viejos, cuando sí puede
presentar un indudable interés, con irisaciones similares a las que
aparecen también en el roble viejo y casi siempre en el arce, el
nogal u otras maderas de calidad superior.
Después, un poco por
casualidad, con la ayuda del ordenador, que no digo que no nos preste
servicios de incuestionable utilidad, descubrí en eBay una vendedora
inglesa de madera a pequeña escala, que ofrecía pequeñas
cantidades de cedro del Líbano, caoba, cerezo, haya pasmada,
plátano, roble atigrado, tejo, teca … e incluso una rareza: roble
de ciénaga (bog oak),
una madera completamente negra procedente de árboles rescatados de
ciénagas, donde habrían permanecido sumergidos durante miles de
años. Aquellas cajas de retales de madera que compré a Sylvia
Smith, persona que después desapareció del mapa, literalmente se esfumó, eran
casi un regalo, a veces una caja de 10 kg contenía más de piezas de
diferentes maderas, muchas de ellas casadas y procedentes del mismo
palo. Fue una oportunidad de oro para probar maderas diferentes y
creo que una opción parecida es algo muy recomendable para un
principiante; hay muchos vendedores de este tipo en Inglaterra. En
efecto, he conocido después a aficionados que, para empezar, alguien
les hizo comprar una partida grande, pongamos un metro cúbico de una
madera difícil de trabajar, que no gastarían en cien años.
El trabajo con estas
maderas me introdujo en un mundo una vez más nuevo, con el exquisito
placer, por ejemplo, de cepillar piezas de cedro del Líbano, que
despide una fragancia de resina aromática que es difícil de describir. Alguna pieza de arce cayó en mis manos, y lo mismo de
cerezo, de manera que percibí también rápidamente la belleza
intrínseca de aquellas maderas: el arce, por ejemplo, al cepillarse,
se consigue una absoluta regularidad de la superficie, como si fuera
un perfecto plano de plata; con el cerezo, ocurre algo parecido,
aunque son maderas duras, para cuyo trabajo es necesario afilar
constantemente la herramienta. Poco a poco, caí en la cuenta de que,
gracias sobre todo a Internet, podía conseguir aunque fuera pequeñas
cantidades de, eso sí, la madera que se me antojara.
Como afirmó James
Krenov, al que me referiré más adelante, tener esas maderas en mi
taller, es decir, saber que tengo algunas piezas buenas de ébano o
de tejo, eso me daba una sensación de persona afortunada. No
llegaría a decir como él sensación de riqueza, ya que en las
fotografías de su taller (incluirla) se ven gruesos tablones de
maderas preciosas, mientras que en mi caso se trataba siempre de
pequeñas cantidades, pero aunque he utilizado parte, aún conservo
la mayor parte de tres tablitas de padouk
(esa madera que Krenov adoraba) de las islas Andaman, unas islas que no sé muy bien dónde están, de un rojo intenso, casi de sangre al
cepillarse, con un exquisito brillo y una textura extraordinaria,
absolutamente lisa.
Sin embargo, como he
dicho, con todas aquellas muestras de madera en mi improvisado
taller, con mi banquito de carpintero relativamente barato pero útil
y algunas buenas herramientas, muchas noches subía a casa con una
sensación de gran desesperación porque era capaz de alisar una
cara, pero no era capaz de conseguir una superficie realmente plana,
y desde luego me era totalmente imposible cepillar una testa sin
astillar la madera o, como mucho, llevando a trompicones la cuchilla
por la misma testa. Comprendí entonces que necesitaba aprender con
algún maestro del oficio. De la misma manera que encontré
información en Internet sobre maderas de calidad, localicé también
enseguida los principales maestros anglosajones, y el siguiente
verano, decidí inscribirme en un curso de una semana de
duración con David Charlesworth, en un precioso rincón del suroeste
de Inglaterra (Hartland, Devon).
Interesante el blog. Quiero iniciarme en el mundo de la madera; pues he echo algunas cosillas muy básicas. Vivo en Avilés. He llegado aqui a través de Hayabusa. Estoy empapándome de información para ir dando pasitos.
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